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El espíritu del mar no cejaba en sus expresiones de autoalabanzas. Llevaba tiempo recreándose en sus diferentes comportamientos y se veía en cualquier instante del día o de la noche, ya en época fría, como de sofocante calor, en su estado de calma placentera, de agitación, o de terrible virulencia: ¡imponente!

Todo le satisfacía. Todo le parecía supremo en belleza cuando a lo propio se refería y, recreaba sus pensamientos terminando una y otra vez exaltado y diciéndose invadido por el entusiasmo: “¡qué bello soy! ¡Qué criatura más perfecta se logró conmigo! ¡Nada ni nadie podrá nunca aproximarse a mí con la intención de comparárseme! El cielo con el inmaculado azul de sus días diáfanos; con sus noches, en las que las constelaciones de estrellas brillan con mas fulgor; con los matices innumerables del día en su declive o en el despertar de la aurora –la de los rosados dedos, que yo reconozco sobrecogen con su belleza-, no tienen comparación, sin embargo, conmigo. Yo me contemplo, y si me valiera la expresión, diría que anonadado por tanta grandeza, no quepo en mí. ¡Tal es mi gozo! ¡Henchido estoy por el placer que supone ser tan bello! 

 

Cuando mi espíritu, en días como el actual de calma absoluta sigue el influjo natural y se contagia e inunda en el sosiego y ve con más fuerza mi grandeza, grito ¡Yo soy el mar!

 

El horizonte multiplicaba un sin fin de veces su inmensidad. Su lejanía sólo podía percibirse a través de la idea; y la calma y sosiego que era el lema que transmitía, sólo levemente, se notaba perturbado por una brisa imperceptible, que levantaba minúsculas ondas para que el sol, agasajase aun más su belleza inundando la hermosa e inmensa planicie con destellos diamantinos.

 

Nuevamente el espíritu del mar sintiéndose inundado por el orgullo gritó con entusiasmo: “¡Yo soy el mar! ¡Mi grandeza no necesita que Eolo me mande brisas ni que Febo me ilumine! La belleza es innata en mí y soy la criatura bella por excelencia. Si el horizonte y la calma inflaman mi gozo, no menos, el moderado movimiento constante entrando en las playas, o rompiendo, sin violencia, en acantilados y escollos –límites de mi imperio- me subliman, hasta tal punto que llego a adormecerme en el disfrute de mi ser”.

 

¡Yo soy el mar! Y si desato la furia de mi naturaleza y hago que mis aguas turbulentas batallen entre sí, unas olas se impongan a otras, aquella que fue sometida se ice imperiosa y allane al remolino imponente que todo lo engulle; se eleven otras olas, como montañas gigantescas y rebasen los límites que mi propia naturaleza necesita… ¡Yo soy el mar! Y en cualquier estado en que me halle, soy la criatura más bella existente: ¡Este es el motivo justificador de mi autocomplacencia”.

 

“Se acerca la noche. El cielo se va a iluminar con sus millares de luces y constelaciones; también es bello. Ni niego ni jamás negaré su encanto, por lo cual lo observo complacido. Me gusta el sin fin de luminarias que lo adornan y me gusta entresacar las que me parecen idóneas para que este espíritu que soy, forme complejas figuras. También, encontrar grato regocijo al recrearme en aquellas otras que tradicionalmente reconocen todos los seres que pululan en este mundo”.

 

“Encuentro bello a Orión, a Ofiuco, el Can Mayor y el Can Menor… al resto de constelaciones del Zodiaco, pero… ¡Yo soy el mar!. Mi belleza es superior a todos los demás seres juntos”.

 

Seguía el mar recreándose en sí mismo. Se comparaba con el resto de seres en los cuales siempre veía alguna leve mota, por la cual quedaban separados muchísimos grados, de la perfección que encontraba en sí. El paso de las horas, trajo a la aurora de rosados dedos y un suave color anaranjado inundaba el espacio y con el espacio las tranquilas aguas. No tardó el espíritu marino en volver a embelesarse y a glorificar al ser que lo contenía.

 

El sol de la mañana era ya en el horizonte una imponente bola de fuego y su influjo resaltaba aun más la inconmensurable preciosidad de las cosas. Las exclamaciones de gozo expresadas, segundos antes, quedaban ante él insuficientes y las sobreponía con otras, cuya excelsitud, encontraba más adecuadas a su razón. El espíritu, sin reposo, iba de mar en mar, de océano en océano siempre inundándose en la dicha.

Se vio en el mar Egeo y en las orillas de Citera ¡Oh extrañeza de los misterios! Allí, una criatura que lo sobrecogió. Con gracia suprema salía de una concha, llevada por tritones, poniendo inmaculado pié sobre la arena. Seguidamente el otro pié de igual pureza. Todo movimiento en ella se acompasaba perfectamente: el pié primero con el pié segundo, estos con las piernas en su totalidad y estas, en cadencia perfecta y absoluta, con caderas, cintura, busto, brazos, cuello y cabeza.

A un movimiento de la cabeza, respondía sin la menor disonancia, una secuencia de ellos que, desde la cabeza a los pies, no dejaba ni un solo músculo sin responder al ajuste exacto para que la armonía quedara en equilibrio perfecto. Al mover las pupilas de sus ojos, a fin de reconocer pequeñas peculiaridades del lugar, sus párpados, sus cejas, sus pestañas, se acompasaban, no sólo entre ellas, sino al unísono con toda su excelsa persona. La beldad en cuestión, respondiendo a un deseo, casi infantil, arqueó su cuerpo al tiempo que su mano diestra recogía de las arenas una caracola, cuyo nácar quedaba apagado y su suavidad mitigada, entre unos dedos que enajenaban por su azucenado color: por la suavidad de su tacto.

El espíritu del mar, absorto, deslumbrado, arrebatado por la indiscutible belleza de esa criatura, tan distante del resto de los seres, buscaba desasosegadamente en su naturaleza, elementos que lo aproximaran algo a aquella y poder volver a gritar: ¡yo soy el mar! Lleno de orgullo incontenido.

 

Pero su pensamiento, volviendo a ser atrapado por el movimiento suave de sus olas en las apacibles auroras primaverales, por los deslizamientos de grupos de delfines invitando al juego apacible en las aguas superficiales, o igualmente, los continuos zambullidos de los alcaravanes –flechas que surgen de la nada entran unos metros en las serenas aguas de bahías, golfos y playas, sin, ni siquiera, descomponer una minúscula onda de su sereno elemento… se decía:

 

“Es infinitamente más bella esta criatura; es infinitamente más hermosa esta criatura; la gracia indescriptible de esta criatura, todo lo supera. He ahí la perfección absoluta. No tiene parangón. ¡Me rindo! ¿Pero quién puede ser esa beldad que achica mi altivez, que sofoca todo el orgullo de ser tan imponente como soy yo? La comparo con cosas y siempre sale triunfante. La veo posar uno tras otro sus pies en las arenas de la playa y las huellas que sus pies imprimen, ¡las huellas!, son superiores a todo lo que conozco y lo que yo soy. ¡Me rindo! A veces las cariátides sobrecogen, las columnas salomónicas, los templos erigidos a dioses eternos, transportan a nuestro pensamiento a mundos de sublime belleza; pero son mundos donde la valoración depende del gusto de aquel que contempla”.

• “Mis aguas, levantan dulces olas que adormecen, como nanas, en los oídos de seres en sus comienzos, los transportan a las regiones del ensueño. Estas aguas de movimientos dulces y acompasados, ponen mi espíritu en trance de inefable felicidad y en la certeza de no poderse avanzar más: de haber llegado a la raya infranqueable de la bienaventuranza, que me hace gritar ¡Yo soy el mar! En mi radica la plenitud del goce”.

 

• “Si por el contrario, levanto turbulencias; agito con furia sobrecogedora, me lanzo impetuoso contra los acantilados, penetro implacablemente, tierra adentro, devastando lo que se interponga en mi avance, igualmente encuentro motivos de euforia y mi orgullo incontenido siente placer incalculable porque la belleza se encuentra en todas las situaciones y la pujanza de la furia en su momento álgido, no es menos bello que su contrario, el apacible estado de calma y sosiego: ambos caminos, llegan igualmente a la raya infranqueable del placer supremo. El que me hace gritar ¡Yo soy el mar!”. . .

 

• “Sin embargo, he chocado con lo inesperado y a la vez que un resquemor penetra mi orgullo y descompone los pilares en los cuales se sustentaba, una gran admiración aplaca mi ánimo y sosiega impulsos impropios de un ser como yo”.

“¿Cómo superar este trance –siendo, como soy, el espíritu del mar- para que en mí no aniden los celos ni otro tipo de sentimientos malsanos?” “Las manifestaciones de orgullo expresadas en mis momentos eufóricos, no desdeñan ni un ápice al resto de los seres, que junto a mí, formamos este TODO; simplemente, ponen de manifiesto una escala de valores donde hay cumbre y, creía, en buena lid, que esa cumbre me correspondía; pero la criatura que ha aparecido ante mí, de inmaculada grandeza, cuya, una sola huella de su pié – no ya el pié sino su simple huella, me es infinitamente superior, me ha abatido”.

“La inesperada aparición de este Ser sin mácula, me hace pedir a gritos ayuda para conocer a quién debo el trastorno que me invade. ¿Porqué la admiración que sobre mi mismo tenía, se ha trocado en adoración hacia esta imagen que no me deja sosegar un instante?”

En esto estaba el espíritu del mar, cuando de las apacibles aguas emergía, parsimoniosamente, un tridente y seguidamente, tras el tridente, los inconfundibles bucles de la testa de Poseidón. Medio cuerpo fuera de las agua, el colosal dios, habló de esta manera: “¡Oh, espíritu del mar! Yo soy Poseidón dios del mar –vano es que me presente ante ti, pues me conoces- Bajo mi potestad están todas las cosas de este medio. Nada se mueve aquí, sin que yo, que soy su dios, lo determine”.

“El mar es la materia. Tu, su espíritu. Yo, vuestro dios. Todas las criaturas acogidas a este medio, están igualmente bajo mi dominio: Todas menos Afrodita

CITEREA

primera parte

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